En
los amparos de la oscuridad una anciana desenterraba un cadáver del jardín
trasero de su casa. Respiraba trabajosamente, le temblaban las manos y unas
gruesas lágrimas corrían por sus arrugadas mejillas. Si alguien descubría lo
que había hecho, no volvería a ver la luz del sol, como no fuera por una
ventana con barrotes. Oyó un sonido fuera de lugar y la pala cayó al suelo.
Inspiró profundamente y al soltar el aire, su aliento se convirtió en vaho al
contraste con el frío de la noche. La mujer se repuso, sólo era el teléfono,
pero, ¿quién la llamaría a aquellas horas? Entró inquieta en la casa y respondió al teléfono. La voz se
le quebró al decir -¿diga?
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